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Alejandro Hérnandez Flórez

Licencias de la desdicha

Despertó con sus ropas de cama y la sábana empapadas. Lo que confirmó, sin dar espacio a dudas o interpretaciones mágicas, que en efecto había escapado a un ahogamiento. Salió del sueño dando manotadas y sus pulmones estaban invadidos por una sustancia espesa parecida al pantano de un muladar pero más cercana a la tristeza incontenible. En el aire aún pendía un tenue perfume cotidiano y en la memoria se desvanecía, con cada canto de los pájaros, con la indiscreción del sol al colarse por la ventana, un rostro, una prenda y un color.

Asomó la cabeza al frío amanecer, el cielo era de un azul impoluto y la represa respiraba con calma, su hálito salpicaba, con esa tardanza del día que será apacible, a las calles y la gente del pueblo, lo que causaba una curiosa demora en el acto y en la palabra. Las tiendas abrirían tarde, el chocolate se enfriaría en las tazas, los niños ensuciarían más sus zapatos camino a la escuela y los buenos días de los que ya deambulaban por la solitaria avenida serían más sonrientes, el darse la mano se dilataría al abrazo, lo que ocasionaría un particular encuentro entre el gato que olvidó esconderse, y que pesca la aurora en las calles, y el madrugador que quiere sorprender al día, ambos retrasados a su costumbre.

Llegó al colegio, tarde, como todos. A los pasillos, que aún repetían el eco de las tablas y en los que aún bullía el tedio de los estudiantes, los sorprendió la inusual alegría que se desbordó por la puerta principal, esta inundó los salones, barrió con la tristeza. Aquella mañana, los profesores jugaron con los estudiantes. Mientras Gutiérrez, el de filosofía, contaba una anécdota, Diego sonrió. El timbre, confundido, sonó temprano, el sol picante de la una y media invitaba a algunos a la cancha, a otros, a los charcos; a Diego, lo invitaron a ir a buscar guacas.

El ocaso lo trajeron los azulejos cuando se llevaron el azul de cielo en sus alas y lo escondieron en los huecos de los ladrillos de las casas, el sol, tímido sin sus prendas, se escondió detrás de la piedra, y así arrojó, poco a poco, la noche sobre el pueblo. Diego y sus amigos, asentados en el Alto Verde, vieron cómo las estrellas llovieron sobre los pastos y humedecieron sus ropas, vieron también cómo exhaló nuevamente la represa, su aliento galopó por las calles, se escabulló por debajo de las puertas e hizo pesados los párpados de los guatapences. Se apagaron las luces.

A Diego lo estremeció el pensamiento de las brujas, pero el miedo, rápidamente, se transformó en emoción cuando sus amigos señalaron, varios metros colina abajo, un fuego cetrino que se alzaba sobre el pasto. Escavaron no más de un metro, cuidando sus pensamientos, pero en lugar de oro, encontraron un color, que pertenecía a una prenda, que guardaba un rostro. Ellos miraron a Diego; Diego miró a su madre.


Efesto.










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