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Nicolás Rueda Díaz

El dedo del cajón

Raymunda Pelaya descubrió, la mañana del martes, en el cajón de las herramientas de su

esposo, el dedo gordo del pie de un niño con un letrerito colgando de una cuerda que decía:

«Si me encuentras a tiempo, siémbrame en tu jardín, si no, atente a las consecuencias...».

Raymundo Pelayo, el esposo de Raymunda, estaba en un viaje de trabajo donde no tenía

comunicación hasta cuando era muy tarde, pues la zona horaria los hacía coincidir solo por la

noche muy noche. Igualmente le dejó un mensaje en el WhatsApp para que apenas pudiera, lo

viera. Ellos llevaban mucho tiempo deseando un niño pero no habían podido conseguirlo.

Intentaban mucho, a veces incluso sin intentar y nada, habían ido a conventos de monjitas para

que les hicieran oración, habían ido donde brujos y brujas para que se tomaran pócimas para la

fertilidad, pero ni la magia lograba que tuvieran esa alegría que esperaban para salvar su

matrimonio. Con los viajes de trabajo, su relación se había ido deteriorando. Ya apenas tenían

tiempo para hablar, y sólo se enfocaban en conseguir el embarazo cuando podían hablar.

¿Raymundo qué piensa de la vida? – pensó ella – ¿cree que va a crecer un peladito de ahí o

qué? Aparte, ya tenemos ocupados los espacios en el jardín con flores y un pequeño cultivo de

zanahorias, cilantro y lechuga. Bueno... no comemos mucha zanahoria... podría intentar

quitarlo a ver... ¿habrá que echarle talco? ¿agüita? Hum.... ¿será que aparece algo en Google

de cómo cultivar un pulgar? No, no creo... al menos un pulgar humano. ¿Quién tiene un pulgar

de niño en primer lugar? ¡AY! – gritó ella, pues el dedo se le había soltado de la mano. Corrió...

sí así se le puede decir, a ocultarse bajo otro mueble que ellos tenían. No lo persiguió al

instante porque había quedado en shock. Encima de todo ¡¿estaba vivo el hijuemadre?! ¿Qué

pasaría ahora que no lo podía plantar? ¿Cuáles podrían ser las consecuencias? ¿Tener

pecueca de por vida? – Mejor me pongo a buscarlo –.

Revolcó la casa. Levantó cuanto mueble podía. Destendió la cama. Conoció lugares de la casa

que no había conocido. Estaba mamada. Se sentó en el sofá a descansar un rato, y en lo que

bajaba la mirada para cerrar los ojos, vio de reojo en una esquina de un mueble (donde ya se

había dado varias veces en el meñique, y por eso lo odiaba) al pulgar, reposado en él, ¿quién

sabe qué pensaba hacerle mientras que ella estaba dormida? Quiso descubrirlo. Se hizo la

dormida, pero dejó entre abierto su ojo izquierdo. Comenzó a acercarse al sofá... pegó un gran

salto a la mesa que tenían en la sala, y de ahí, se fue al sofá. Hizo un pequeño gesto, con las

pocas articulaciones que tenía, como si estuviera examinándola para poder llevar a cabo su

malvado plan. ¿Si era malvado? Quién sabe. Raymunda actuó más rápido y lo agarró de un

manotazo. Ahora lo amarró con un hilo para que no se escapara mientras que conseguía las

cosas para plantarl... ¿pisarlo? Qué raro es plantar un dedo. El caso, ponerlo en tierra. Al

principio puso resistencia, trató de escapar, pero una vez estaba enterrado, se quedó quieto, y

así lo dejó. Se fue a dormir sin si quiera ponerse el pijama, ni revisar el celular. Buscar un

pulgar no es tarea fácil.

A la mañana del día siguiente, se fijó si el pulgar seguía ahí. Y en efecto, ya no estaba, porque

ya no era un pulgar. Ahora era un pie. ¡Ni si quiera le había echado agua! Qué rápido crecen

los niños, si es que iba a crecer un niño. Le mandó una foto a Raymundo. No le habían llegado

los mensajes del día de ayer, sólo tenían un chulito. Qué raro... pero no más que un dedo

pulgar.

Siguieron pasando los días, su esposo sólo le contestó que se le iba a alargar el viaje porque

tenía que cerrar unos negocios. Se sintió sola, otra vez. Pero ya no tanto, porque ya el pie era

una pierna, y otra pierna, y algo en medio de las piernas. ¿Otra pierna? Qué fructífera había

sido la cosecha.

Pasaron los días, y el hombre sólo le faltaba que se le formara la cara. Ella ya se había


olvidado de su esposo. Ya no pasaba sola las noches. Incluso se había llevado unas cobijas al

jardín para acostarse al lado del hombre. Había quitado el resto de cultivos para poderse hacer

a su lado. Vieron las estrellas juntos y al menos ella vio también las del cielo. Cuando se

levantó, pudo verle su cara. No podía creerlo. Ella si se extrañaba de lo familiar que se le hacía

el cuerpo, y tal vez por eso se dejó de sentir sola. Era la cara de su esposo, eran sus manos,

eran sus piernas, eran sus dedos, era su boca, su pelo, su todo. Se saludaron. Era todo

demasiado extraño. ¿Tenía entonces dos esposos? ¿Cómo le iba a explicar al otro esposo, al

esposo, que había otro igual a él? Después de buscar muchas excusas, explicaciones y de

frustraciones, escuchó como se insertaba una llave en la puerta. Fue a recibirlo, a su esposo, a

su primer esposo. Él la saludó de beso. Le preguntó si le había gustado el regalo. Ella estaba

confundida, ¿qué regalo? ¿El dedo? – preguntó – Su esposos asintió. Le explicó que él sabía

de lo ausente que el estaba, así que decidió hacerle de regalo otro igual a él. Esa noche,

dejaron al otro por fuera de la habitación, y entre gritos y prendas volando, ella se dio cuenta de

que a su esposo le faltaba un dedo, el dedo pulgar. ¿Qué te pasó ahí? – preguntó ella – Tenía

que salir de algún lado el pulgar , ¿No?

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