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Juan José Carvajal Parra

Dos gardenias

Jose Amalio navegó todo el día por el mar de pensamientos que se

desbordaba en su cabeza. Iba de un lado a otro como un bohemio recorriendo

copas vacías; copas de amor, copas de odio, de silencio, de blues, de jazz. El

conticinio generaba un eco dentro de su razón, que le otorgaba más voz a las

impetuosas palabras que sus demonios soltaban.


Esa noche de marzo la ausencia de la luna le concedió protagonismo a los

cantos intermitentes de los astros, los cuales al ser su única compañía, escuchaba

con atención. Después de un rato, tras mucho escuchar y poco pecar, comenzó su

soliloquio:


- “Que, ¿Por qué la extraño tanto? se atreven a preguntar. 40 boleros y 15

puros son los que han pasado desde que la foto sobre la escalera se convirtió en el

recuerdo más cercano que queda de ella. Solo aquellos plenilunios que con ciega

luz alimentaron mis cantares, darán fe de mis malaventuranzas. ¡Estoy ebrio

queridos centinelas! Ebrio de aire, soportando esta falsa sensación de llenura.

Cierro mis ojos y aparece ella, o por lo menos lo que era. Al ver su imagen

plasmada en luz siento como si estuviera a mi lado, siento su esencia; una vez más

la recorro, la leo, la tiempo, la espero. Ella es néctar divino; ambrosía celestial.

Extraño esa llama que se encendía entre los dos, y quiero que renazca, una vez

más. Quiero volver a sentir la pasión, con el drama de Judith y Holofernes y la

armonía de una Nerudiana. En lo más profundo de mi ser quiero que volvamos a ser

uno, un solo placer, un solo idioma, una sola razón, un solo latir que marque el

ritmo de un romántico viaje. ¡Maldito! -Gritó desgarrándose la ya ensangrentada

garganta- Maldito sea el hombre que no debe desafiar un recuerdo entre suspiros

para forzar el olvido de la que alguna vez fue, a su mirar, la más cala entre las

catiras”


Apretando el puño como si el aire fuera un puñal, y mirando al vacío entre

estrellas escoltado por un ronco Tito Rodriguez que cuidaba su espalda de alegrías

sorpresas productos del estupor; desnudó una mueca parecida a una sonrisa. Su

voz quebrada formó un mosaico de verdades más propias que ajenas, y con un tono

desafiante culminó su martírico discurso:


“Y así termino de responder su pregunta, nobles almas centelleantes. ¿Es

posible para un mortal como yo ignorar a la memoria, que, como fiel testigo, me

narra en bucle aquellas odas a la pasión que en su piel estaban en braille escritas?”


Conmovido por su discurso, el cielo rompió en llanto, y envió al viento, a que en

tono soprano le hablara al hombre.


- “Debes estar cansado, coleccionista de noches. Acabaste siendo tú, quien

analizó al vacío al verlo a los ojos. Pero ante todas las cosas, no debes olvidar, que

al final el amor no es menos tragedia que la muerte. De las mismas manos con las

que tu razón moldea tu querer, nace tu sufrir. ¿Hasta qué punto lo intrínseco se

toma de la mano con el libre albedrío? Eso es lo complejo de los humanos. Estando

vivos, ustedes no deciden a quién van a amar ni a quién van a dejar de hacerlo;

tampoco podrán elegir las causas de sus dolencias metafísicas. Ese sentir es una

fuerza que no se puede obligar, solo se puede crear, y no se transforma ni se

convierte. ¿Escapatoria? Los hombres no tienen, de ninguno de estos dos males.

¿Soluciones? comportarse como cualquier optimista moderno, y reemplazar esta

tragedia con otra que soterre la esperpéntica figura del desamor.”


Las gotas Kamikazes que cayeron por el próximo par de horas, regaron las

dos gardenias solitarias que adornan el jardín en el cual, alguna vez, dos ciegos

corazones sellaron entre primerizos besos y caricias, una idílica promesa, que

jamás volvió a ser respetada.


Al acercarse el amanecer, Jose Amalio se dio vuelta y se internó en lo que

quedaba de oscuridad. Sabía que además de las estrellas, no hubo más público que

Caronte, quien lo esperaba listo para remar de nuevo hacia el calor, hacia esas

llamas que a los ojos de aquella alma penante, eran más sinceras de lo que pudo

ser el sentir incomprendido que lo llevó a ellas.


-Traicionaste su afecto pactando con la sangre. -Dijo el barquero- Tal parece

que viste al amor a la cara, y la perfección no está lista para caminar entre

humanos. La locura es el castigo de aquellos que lo desafían.


-Te equivocas -dijo finalmente-, la perfección caminó junto a mi, en tierra,

pescador.

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